Como cada 5 de enero, habían pasado todo el día los cuatro juntos, habían comido fuera, habían visto la Cabalgata y habían vuelto a cenar a casa.

Desde que nacieron los niños, se tomaban ese día libre, era su día mágico. La secretaria de ella sabía que para el 5 de enero no había citas, no había reuniones, no había viajes, no había nada. Él sabía que para ese día, había que hacer lo que fuera para tenerlo libre, cambiar guardias si fuera necesario.
Hacía horas que los niños estaba acostados y por fin parecía que dormían. Ellos se habían tomado ya su botella de cava, con los trozos de roscón que habían dejado para los Reyes, teniendo la precaución de dejar migas delatoras sobre el mantel de la mesa de la cocina, junto a los tazones de colacao que se habrían bebido los Reyes en su noche de peregrinaje, repartiendo regalos. Fue entonces cuando decidieron que era el momento de bajar todos los regalos de uno de los trasteros de la buhardilla, el único sitio que se cerraba con llave en aquella casa de puertas abiertas. Comenzaron a colocarlos donde siempre, sobre la alfombra, delante de la chimenea, los cuatro pares de zapatos en la entrada, perfectamente alineados, y cuando todo estuvo listo, se acostaron.
A la mañana siguiente, como siempre, serían poco más de las siete, cuando los dos críos llegaron al dormitorio de sus padres, empezaron a zarandearles, a levanterles los párpados, gritando ¡¡despiértate, levántate, que ya han venido los Reyes!!.

– A ver, a ver… ¿dónde están mis regalos? – gritaban los críos.
– Este, no… estos son los de las yayas… Todos éstos son los de los primos… Estos los de los tíos… ¡¡Éstos, éstos!! -y comenzaron a abrirlos.
– ¡¡Oh, que precioso es mi regalo!! – dijo ella al ver aquel bolso que tanto le gustaba y que no se compró porque le parecía demasiado caro.
Fue entonces cuando…
– ¡¡Mami, mami!! no has abierto tu regalo – dijo el niño pequeño.
– Sí, sí, mamá lo ha abierto, es el bolso que venía en esa caja grande – dijo su padre.
– No, no… aquí hay otro! y otro para ti! – dijo el pequeño, protegido por la cómplice sonrisa de su hermano, tres años mayor que él.
Állí, en una esquinita de la chimenea, había dos pequeños paquetes, que con letras infantiles ponían «mamá» y «papá», totalmente desconocidos para sus padres… Y ésa fue la forma en que aquel pequeño de 9 años, mágicamente asesorado por su hermano, les quiso decir… ya lo sé todo, pero sigo creyendo en la magia…

Muchos años después, han cambiado algunas cosas, pero aún la noche del 5 de enero, cuando todos duermen, entre sueños, se oyen pasos por el pasillo… son los Reyes Magos que llegan a dejar sus regalos… Shchiss no te despiertes, no te levantes, no abras lo ojos, que se rompe la magia.
Chelo Puente – enero, 2011.