Desde la parada del autobús veo la Universidad aún vacía. Solo de vez en cuando algún alumno cruza por el campus, quizá ultimando los trámites finales de su matrícula, o escogiendo alguna asignatura de elección dudosa. Hoy llueve y el cielo está muy gris, es un día preludio del otoño. A mí me asalta la nostalgia y el recuerdo de aquellos años, ya lejanos, cuando esperaba expectante el inicio de un nuevo curso universitario.
Asomado al balcón, debatiéndose entre la vida que bulle en la calle y la novela que ha empezado a escribir pero que no le satisface, el escritor se ve asaltado por el recuerdo de una conversación que tuvo lugar cincuenta años antes, en otro balcón, con su madre. «Yo tenía dieciséis años, y mi madre cuarenta y siete. Mi padre, con cincuenta, había muerto en mayo, y ahora se abría ante nosotros un futuro incierto pero también prometedor». Este libro es la narración emocionante de una infancia en una familia de labradores en Alburquerque (Extremadura), y una adolescencia en el madrileño barrio de la Prosperidad.
Es también el relato, a veces de una implacable sinceridad, otras chusco y humorístico, de por qué oscuros designios del azar un chico de una familia donde apenas había un libro logra encontrarse con la literatura y ser escritor. Y de sus vicisitudes laborales en comercios, talleres y oficinas, mientras estudia en academias nocturnas, empeñado en ser un hombre de provecho. Pero dispuesto a tirarlo todo por la borda para ser guitarrista, y vivir como artista. Y en ese universo familiar de los descendientes de hojalateros, surge un divertidísimo e inagotable caudal de historias y anécdotas en el que se reconoce la historia reciente.
Luis Landero – Alburquerque (Badajoz), 1948
El balcón en inviernose mueve principalmente entre la fantasía y la realidad como ocurre en toda su obra, encontrando la absoluta genialidad en el texto sobre el baile del autor con Sofía Loren ¡fascinante!.
Nos habla de la nostalgia, de la vida rural y su práctica desaparición, del transcurrir del tiempo y de la importancia de las relaciones familiares, de la memoria, de la intensa y estrecha relación con su madre y la presencia de un padre fallecido demasiado pronto. Y entre todo, las notas de humor en los fragmentos más dramáticos, rodeando todo el texto de ese estilo tan evocador y tan impactante, tan Luis Landero.
En la faja que abraza El balcón en invierno, aparece una frase que dice: «El libro más sincero y probablemente más hermoso de Luis Landero». No sé si es el mejor de todos, pero sí el más hermoso, el más conmovedor, el más nostálgico, el más Landero, ese que no puedes perderte.
«Una obra de ineludible lectura… que ni al lector más prevenido dejará indiferente», ha dicho J.M. Pozuelo-Yvancos, Abc Cultural. Y yo, estoy de acuerdo.
¡Felices lecturas, amig@s!
Si alguien desea tenerlo, lo tengo en la librería dispuesto a viajar donde tú digas.
Si hay una calle famosa en Madrid es la calle de Alcalá, la de «con la falda almidoná y los nardos apoyaos en la cadera…» como dice el cuplé. Pero, sin duda hay otra que es muy famosa -al menos lo era entre nosotros, los universitarios del inicio de los 80- me refiero a la calle Libreros, donde se encontraba la Librería Felipa.
Corría el año 1920 cuando Felipa Polo -con tan sólo 12 años- empezó a trabajar en la Librería de Doña Pepitaen la calle Libreros. Fue la librería que se instaló en esta calle a finales del s. XIX y que cuya abundancia de librerías en una calle tan corta -llegó a haber 11 en la misma calle- dieron nombre a la calle en 1949.
Entre las librerías que fueron abriendo en la famosa calle Libreros, lo hizo también la Librería Felipa. Fue en 1944 cuando Felipa decidió independizarse de Doña Pepita y abrir un local de compra-venta de libros, en un espacio que en un principio era una fábrica de chocolate. Bien, pues en este local fue donde comenzó la Librería Felipa -a cargo de la joven Felipa- dedicada a la compra-venta de libros, sobre todo universitarios.
Siempre destacó su gran personalidad, cuentan algunos de sus clientes más antiguos. Implicada en un momento difícil de posguerra y siempre al lado de sus clientes. Cuentan que tenía un carácter enérgico, con toques humorísticos y que era famosa por sus frases filosóficas de sabiduría más popular, como: «Si no tienes nada que hacer, no lo vengas a hacer aquí». Estas cosas y que siempre encontrabas el libro que buscabas a precio más barato, hizo de «la Felipa» toda una institución en Madrid.
Yo no puedo opinar de su carácter porque empecé a frecuentar su librería en 1980, cuando empecé la universidad, y aunque recuerdo alguna vez haber visto a una señora mayor allí sentada, no puedo asegurar que fuera ella. Pero sí recuerdo -al inicio de curso- haberme pasado mucho tiempo haciendo cola para poder entrar allí y comprar algún libro que necesitaba, y como entonces el presupuesto económico que teníamos era más bien bajo, merecía la pena la espera.
Después -cuando ya acabé la universidad- no volví a frecuentar esta librería, de la que guardo unos magníficos recuerdos de juventud. Ahora me he enterado que ya no existe en la calle Libreros la Librería Felipa, que al parecer cerró en el año 2000 y se trasladaron a otro lugar.
Cuando vuelva a Madrid haré todo lo posible por darme una vuelta por esta calle y ver cómo está y que ha quedado por allí de los recuerdos de mi época universitaria. Sí, tengo que hacerlo.
Leer a Julio Llamazares siempre me ha producido un inmenso placer, desde que le leí por primera vez cuando me sumergí de lleno en La lluvia amarilla. Después vinieron Luna de lobos, El cielo de Madrid y Tanta pasión para nada. Y ahora he vuelto a disfrutar, con Las lágrimas de San Lorenzo, de su forma tan poética de escribir.
Un profesor de universidad de Lengua y Literatura española, que ha pasado toda su vida rodando por Europa y sin echar raíces en ninguna de las ciudades en las que ha vivido, regresa a Ibiza, el lugar donde pasó sus mejores años de juventud, para pasar unas vacaciones con Pedro -su hijo de 12 años, al que apenas ve porque vive en París con su madre- y al mismo tiempo asistir a la lluvia de estrellas de la mágica noche de San Lorenzo.
Juntos -sentados en una manta- contemplan el cielo lleno de estrellas, de esas estrellas que representan a cada una de las personas queridas que ya no están entre ellos. Así pues, el cielo estrellado, el recuerdo del olor a campo y el mar agitando las olas, se confabulan para que acudan a su memoria los recuerdos de los días felices del pasado, de la amistad de Otto y Daniel, de los amores de Nadia, Tanja, Carolina, Marie… sobre todo Marie, su gran amor y madre de su hijo.
Los recuerdos, la imaginación y sobre todo la melancolía, dan como resultado una historia emocionante de recuerdos, de padres, de hijos, de amantes, de amigos, de encuentros, de despedidas, de huidas… Una simbólica historia sobre los paraísos y los infiernos que fueron parte de su vida.
Una magnífica y emocionante novela que nos habla fundamentalmente de la fugacidad del tiempo, de la memoria, para lo que recurre a versos de Catulo, esos versos que han acompañado al protagonista en su peregrinar por tantas universidades europeas, donde cada año él era más mayor pero sus alumnos tenían siempre la misma edad de la juventud. Una preciosa metáfora de las lágrimas de la humanidad simbolizadas en Las lágrimas de San Lorenzo.