Cuando yo tenía mi librería en Madrid, había estado en la Feria del Libro y una noche cuando regresaba a casa desde la librería, venía yo sentada en el Metro, distraída pensando en mis cosas.
De pronto un chico joven, como de treinta años, se sentó a mi lado y se me quedó mirando con muy poco disimulo…
– ¡Yo te conozco! – me dice con alegría.
– No sé, pero yo creo que no -le contesté de mala gana.
– Sí, sí… estoy seguro. ¿A que tú estuviste en la Feria del Libro?
– Sí.
– ¿A qué tú eres la de la caseta 162?
– Sí –le contesté sin ganas de hablar.
– ¿No te acuerdas de mí? -me dijo extrañado.
– Lo siento, pero no. No me acuerdo de ti.
– ¿Te acuerdas del chico de los Cuentos japoneses? -me preguntó con una gran sonrisa.
– ¡Síííííí, claro que me acuerdo! ¿eres tú? -le dije más amigable.
– ¡Claro!
– Lo recuerdo perfectamente. Viniste una tarde con tu novia y estuvisteis mirando el libro, pero no lo comprasteis. A ella le gustó muchísimo. Luego, volviste otro día tú sólo a comprarlo, pero no me quedaba ningún ejemplar. Te lo pedí a la librería y volviste tres días después a recogerle. Se lo querías regalar a tu novia y yo te dije que era un magnífico regalo, porque a ella le había fascinado. ¿A qué fue así?.
– ¿Cómo puedes acordarte de todo eso y no te acuerdas de mi cara? -se sorprende.
– Porque me acuerdo de lo importante. Bueno, y dime… ¿le gustó el regalo? -le digo riendo.
– ¡Buff. No sabes el éxito que tuve!
– Así que te lo agradeció convenientemente ¿no es cierto?.
– Ya lo creo que me lo agradeció -me dijo con picardía. Pero yo es que a las tías (palabra suya) a veces no os entiendo. Le regalo los Cuentos japoneses, y es como si le hubiera regalado un tesoro -se sorprendió.
– No es difícil de entender. No solo le regalaste el libro, le regalaste un gesto especial, tu interés por agradarla, tu esfuerzo por volver a por el libro, tu atención al percibir que a ella le había fascinado, le regalaste un poco de magia -le expliqué.
– Ostras! ¿Y todo eso le he regalado con 15 euros? -me dijo sorprendidísimo.
– ¡Todo eso! -le dije riendo.
Llegué a mi estación, nos despedimos y subí las escaleras todavía sonriendo y mientras pensaba que había contribuido a mantener la llama del amor.