El 23 de julio del año pasado yo estaba de vacaciones cuando me enteré de la inesperada muerte de AMY WINEHOUSE, la princesa del soul.
Sólo tenía 27 años -esta joven de familia de origen judío- y una maravillosa, voz que quedó ahogada aquella tarde de verano en su apartamento londinense de Camdem, pasando a ser un miembro más de esa fatídica denominación del club de los 27.
El término club de los 27 se debe a que todos sus miembros murieron a la temprana edad de 27 años, todos ellos músicos legendarios como Jimi Hendrix, Kurt Cobain, Jim Morrison o Janis Joplin, y al que se añadiría aquel día a Amy Winehouse.
Según se dijo, su muerte se debió a los brutales excesos con el alcohol y las drogas, y también, según se dice, su unión con su marido Blake Fielder-Civil, no sólo no le aportó tranquilidad emocional, sino todo lo contrario, además de incitarla a tomar drogas más duras, le creó una dependencia absoluta no sólo de este tipo de drogas, sino también de él.
Con sólo 14 años ya empezó a componer sus propias canciones, con 16 empezó su carrera profesional y desde entonces una carrera de éxitos y reconocimientos… Disco de Platino, Premios Mercury Music, BRIT Awards, Premios Grammy… todos merecidísimos para esta cantante de la que se dijo que «su registro vocal era acústicamente poderoso y capaz de expresar las más profundas emociones».
Y hoy, 23 de julio de 2012, un año después… te recuerdo, princesa.
Chelo Puente, julio 2012