
Hace unos años -cuando aún no vivía en Barcelona- vine unos días a recorrer la ciudad. Una mañana de agosto decidí adentrarme en la Barcelona Modernista.
Después de visitar la Sagrada Familia, el siguiente punto era llegar bien (sin perderme) a la Casa Milá (zona conocida) y decidí innovar y en vez de volver por Carrer d’Aragò, volví por Carrer de Valènçia. No me podía perder, en esa zona la estructura es en cuadrícula, ya lo sabía… el famoso Plan Cerdà. Y efectivamente, tampoco me perdí (cada vez estaba más contenta).

Así llegué a La Pedrera, pero había una cola de más de una hora según me dijo la chica, así que decidí probar suerte en la Casa Batlló y Oh fortuna!… no había casi nadie en la cola (debían haber ido todos a comer), así que aproveché y, aunque era ya más de la una y media y no había comido, me metí dentro y aquello fue como entrar en el paraiso.

Mi emoción se desbordaba. Después de Montserrat o la Plaça del Rei, pensé que nada de Barcelona podría emocionarme más, pero, nuevamente me equivoqué.
Cuando subía por la escalera, viendo como el azul de los azulejos del patio interior iba aumentando su intensidad, era como ir ascendiendo a los cielos. Cada estancia, cada ventana, puerta, escalera o rincón, era una auténtica joya modernista, era incapaz de terminar.
Iba y volvía a una estancia, bajaba la escalera para marcharme y volvía a subir para volver a remirar algo, y cada una de las veces descubría un detalle en el que no me había fijado antes y allí estuve casi tres horas.
Salí cerca de las cuatro y media, sin comer, sin beber pero llena de emoción… había merecido la pena, ya lo creo que la había merecido. A esas horas, comí un bocadillo en una terraza, una buena cerveza (para hidratarme, claro) y un café.

A las cinco y media, más o menos, me fui para el hotel, necesitaba una ducha y descansar un poco de ese día que estaba siendo tan perfecto. Y aún quedaba la tarde y la noche, que prometía seguir siendo fantástica.
Chelo Puente – abril, 2013