La librería de Chelo

Este es el blog de Chelo Puente, donde descubrirás algo sobre mí a través de las palabras escritas y leídas.


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Si me pierdo, búscame.


Mientras caminaba, su silueta se reflejaba en los escaparates. Era una mañana fría de otoño, casi de invierno -como eran los otoños allí- así que se ajustó el cinturón de su abrigo color camel -aquel que tanto le gustaba y con el que se sentía tan a gusto- para quedar envuelta en la calidez del cashmere; estiró sus guantes de piel marrón, se anudó la bufanda de cuadros para protegerse el cuello, y se puso el gorro que dejaba ver un trozo de su corta melena. Ahora se encontraba mucho mejor, ahora se sentía resguardada de esa brisa fría.

Tomarse esos días libres había sido una decisión repentida, poco reflexionada, inusual en ella, pero había sentido esa necesidad. Las ansias de perderse o la necesidad de encontrarse, no sabía muy bien lo que había sido. Ahora con Internet era sencillo organizarse una escapada, y aquella misma noche, en un momento compró los billetes de avión e hizo la reserva en aquel hotel de la Rue de Sevres que le gustaba, porque estaba en una zona agradable y cercana a los sitios por los que deseba pasear.

Llevaba ya dos días allí y esa mañana iba sin rumbo, sin un destino cierto, cuando pensó que era una buena hora para callejear hasta la Place des Vosges y visitar la pequeña tienda de antigüedades, donde aquel anciano reunía los más bellos objetos. Recordaba perfectamente la primera vez que visitó esa tienda -de éso hacía ya bastantes años- y de aquella visita aún conservaba con un cariño especial, una caja redonda de alabastro blanco. Después se dirigiría a la zona de Notre-Dame, entraría en la catedral y como siempre, se sentaría un tiempo a observar cada detalle de su interior. Quizá se quedara a comer en el bistrot que había allí en la plaza. Si iba temprano podría sentarse a comer en una de las mesas junto al ventanal, desde donde se veía una preciosa vista de la fachada de la catedral. Después iría a curiosear a los bouquinistes, donde seguro encontraría aquellas postales con fotos antiguas de París que tanto le gustaban. Tomaría café en alguno de los cafés de la zona y volvería al hotel a arreglarse… tenía una entrada para la ópera.

Aún no sabía muy bien qué hacía allí esos días -y ya era viernes- aún no sabía qué hacía en París ella sola, qué buscaba, de qué huía, qué esperaba encontrar, qué iba a decidir… Mientras caminaba bajo una leve lluvia que había comenzado a caer, esa lluvia que hacía que todo brillara, recordó cuando le dijo a su marido que se iba a París.

– ¿Cuándo quieres que vayamos? – le había respondido él. 
– No, Pablo, me voy yo sola, quiero ir yo sola.
– ¿Qué ocurre, María?,  ¿qué pasa en esa cabecita? – le había preguntado mientras le acariciaba la frente.
– ¿Recuerdas lo que te he dicho siempre? – le preguntó María.
– Sí… «si alguna vez me pierdo, búscame en París» – ¿estás perdida, María?.
– Quizá allí pueda encontrarme. Te compraré un bonito regalo – contestó con una leve sonrisa.
– Mi regalo será que desees volver.

Mientras iba pensando todo ésto, había llegado a los soportales de la Place des Vosges y, parada delante del escaparate de la tienda de antigüedades, antes de entrar sacó su móvil del bolso y llamó a Pablo. 

– ¿Crees que podrías arreglarlo todo para venirte mañana? – le preguntó.
– ¿Que ocurre, María? – se asustó Pablo.
– Que sólo deseo estar contigo.
– Organizo a los niños y te llamo para decirte a qué hora llego.
– Gracias, amor.

Entonces, empujó la puerta y recibió aquel Bonjour, madame con una amplia sonrisa de felicidad.

Chelo Puente, abril 2011.